¿Les suena el famoso refrán – que no por ser popular resulta sabio – “siempre hay un roto para un descosido”?
Esta frase nunca me gustó. Me hace pensar que llegamos a un punto de nuestra vida adulta en la que somos personas rotas por las circunstancias adversas o desafiantes que hayamos vivido, y que lo mejor a lo que podemos aspirar es encontrar a otro humano igual de roto al que hay que “remendar” para no quedarnos solos.
Pero resulta que estar solo no significa estar vacío o incompleto. De hecho, creo que la soledad es un espacio seguro en el que podemos conocernos a nosotros mismos y cultivar las mejores cualidades con las que podremos entablar cualquier relación afectiva, pero siempre desde la convicción de que somos personas completas y felices, aún en soledad.
Es tan sencillo dejarse llevar por los pensamientos de insuficiencia y carencia. Muchas veces, en las historias que nos contamos sobre nosotros mismos, siempre falta algo, y creemos que no estaremos plenos hasta alcanzarlo. Esto es una trampa que no nos deja disfrutar de lo que somos hoy. No hablo de pretender que somos perfectos y que no debemos atrevernos a luchar por aquello que soñamos; me refiero a aceptar y agradecer lo que tenemos y lo que ya somos, para después avanzar desde esa base de contentamiento.
Entonces no, ni estamos rotos ni defectuosos, ni somos como ese juguete pasado de moda en un aparador con un descuento para que por fin se venda. Somos grandiosos, aunque las “tendencias” hagan parecer lo contrario. Tenemos que dejar de pensar en que hay que cambiar cosas de nosotros o de nuestra vida para poder agradar a los ojos del mundo. Aunque siempre debemos procurar nuestro crecimiento y evolución, nuestra esencia no es negociable; nuestra esencia es perfecta y no hay que “coserle” nada.